domingo, 2 de agosto de 2009

Perspectiva histórica del sufriente


A lo largo del relato de la Historia de la Medicina occidental el paciente parece muchas veces olvidado, o al menos desplazado, del centro de la escena, especialmente si los que sufren son pobres o marginados de la sociedad.
Es un hecho común que lo que Michel Foucault define como conocimientos históricos sojuzgados, aquellos conocimientos históricos enterrados o disfrazados habitualmente relacionados con situaciones sociales negativas, están generalmente relacionados con los denominados “ciudadanos de segunda”: pueblos derrotados o colonizados, minorías raciales o religiosas, pobres, mujeres y niños.
Intentaremos aquí analizar la historia de la medicina vista desde “abajo”, o sea más que una historia de los médicos plantear una historia de los enfermos y de sus enfermedades.
Y en este intento lo primero que surge es una perspectiva doméstica del que sufre. Una medicina hogareña y alternativa, en la que se observa una centralidad de la casa y la mujer en el cuidado del enfermo.
Perspectiva habitualmente eclipsada en la historia clásica de la medicina por su focalización en la profesionalización de la medicina y en sus avances tecnológicos.
A pesar del triunfo moderno de la medicina, representado por su victoria sobre ciertas enfermedades, el auto cuidado por parte del sufriente retiene, aún hoy en día, un importante significado.
Además debemos recordar que el contacto con el médico como la primer respuesta frente a la enfermedad, es un hecho históricamente muy reciente y, por lo tanto, a lo largo de la mayor parte de la historia de la humanidad (por factores tecnológicos, económicos, geográficos y culturales), el médico como factor de cuidado del sufriente representa una importancia marginal y es en realidad sólo un “opcional” tardío.
Es así que hasta 1950 la inmensa mayoría de los enfermos (adultos y niños) y de las parturientas NO eran atendidos por médicos.
De todas maneras, aún después de 1950, un número significativo de los enfermos de los países subdesarrollados tampoco reciben cuidado médico.
Durante mucho tiempo en la mayoría de las casas, un gabinete médico bien previsto y un libro de recetas médicas eran frecuentes.
La coexistencia de recetas culinarias y médicas sugiere la centralidad diaria del ama de casa en alimentar y sanar a sus familiares próximos, parientes y vecinos.
La automedicación representaba también una reacción frente a la prescripción indiscriminada del médico. Recordemos que, hasta bien entrado el siglo XIX, los honorarios médicos estaban constituidos tanto por las habilidades diagnósticas como por las grandes cantidades de pociones, jarabes y pastillas que recetaba y vendía.
La tienda que poseía Galeno en las cercanías del Coliseo romano para la venta de hierbas medicinales, la pomada desarrollada por Ambroise Paré para el tratamiento de las heridas de bala y las quejas de los personajes de las obras de Moliere acerca de las fortunas que gastaban en tratamientos médicos son ejemplos de este aspecto terapéutico y económico del trabajo médico.
Pero no sólo los médicos fabricaban y vendían pociones y jarabes. Diferentes medicinas producidas en el hogar eran publicitadas y vendidas a vecinos, amigos y parientes.
También existían libros de autoayuda, como el de “Medicina Doméstica” de R. Buchan del siglo XVIII, que proveía información para el correcto diagnóstico y tratamiento de diferentes enfermedades.
Este tipo de libros afirmaba que estaba en el poder del paciente “hacer lo máximo para su propia recuperación”.
En este contexto fue lógico el florecimiento de diversas variantes de medicina alternativa.
También es interesante destacar que, aún entre los grupos sociales que recibían cuidados médicos antes del siglo XX, en su gran mayoría eran atendidos por “doctores” que no tenían títulos universitarios.
Así los sufrientes podían seleccionar entre muchas opciones terapéuticas, especialmente los enfermos crónicos que estaban fuera de las posibilidades de la medicina ortodoxa.
Un claro ejemplo de esto lo representa el hecho de que el mismísimo Charles Darwin, luego de consultar a diferentes médicos sin obtener resultados por un cuadro de dolor, decide realizar una hidroterapia.
El enfermo pobre siempre tenía la posibilidad de consultar al boticario que seguramente le ofrecería un tratamiento mucho menos costoso.
También estaba la elocuencia del vendedor itinerante de remedios secretos (como claramente lo muestra un episodio de los Simpsons en el cual Homero y su padre salen a vender de ciudad en ciudad un tónico para la “potencia” sexual).
Con la difusión de los medios escritos este tipo de ofrecimientos es reemplazado (¡hasta nuestros días!) por las publicidades médicas en los diarios con sus dudosos reclamos de aliviar diferentes tipos de dolores, curar distintas aflicciones sexuales así como también ofrecer soluciones para el cáncer, las “quejas femeninas” (aborto, dolores menstruales), el “sufrimiento cerebral” y las debilidades nerviosas.
Esta estrategia de una promesa de alivio barato e inmediato de una enfermedad incurable siempre ha sido exitosa para sacarle dinero a los sufrientes pobres y crédulos.
En la actualidad distintas terapéuticas alternativas nos muestran que su éxito sigue siendo considerable.
Un factor que puede explicar esto es el fracaso de la medicina positivista en alejarse del discurso organicista y en no considerar al paciente como una entidad bio-psico-social.

Llamar al doctor era muy caro en regiones rurales y de frontera, cuando era necesario más de un día a caballo para llegar hasta el enfermo. De manera tal que sólo las urgencias más terribles eran vistas por el médico. El resto se solucionaba en casa.
Para el médico de frontera la supervivencia económica era mucho más importante que la ortodoxia médica. Por lo tanto el paciente rural recibía una mezcla de medicina y curanderismo.
Para el paciente rural el médico a caballo traía una pequeña colección de instrumental y medicamentos. ¡Muchos de estos médicos se auto imponían su título!
Sus tratamientos eran aplicados por igual tanto a humanos como a animales con una increíble y enorme audacia.
Estos médicos compensaban sus deficiencias en las mentes de sus pacientes con las proezas heroicas de sus viajes (sobrevivir a bestias feroces, tormentas y asaltantes) que generaban un poderoso efecto placebo.
Estos “profesionales” comprendían muy bien (tal vez mucho mejor que nosotros) que, si bien la medicina hipocrática intentó separar al médico del mago y del sacerdote, la relación médico – paciente siempre ha tenido un importantísimo componente mágico y religioso.
A comienzos del siglo XX las distancias se acortaron y el teléfono y el auto modificaron la relación médico – paciente en las zonas rurales y de frontera.

En forma previa a la década de los 50, el parto femenino y la masculinidad fueron dos mundos separados.
Por otra parte el parto era un evento público y social, más que privado y médico, como los encuentros entre curadores y enfermos en las barberías (excelentemente representados en las múltiples versiones pictóricas del “sacamuelas” como la pintada por Caravaggio que he puesto en el inicio de esta entrada).
Además de los curiosos y vecinos, el parto era generalmente presidido por una anciana experimentada o por una partera licenciada.
Las mujeres, en general, consideraban al parto como un evento de resistencia y resiliencia más que un acto médico.
En el siglo XXI el parto es un evento más, invadido por el proceso de medicalización que avanza en forma irrefrenable ocupando territorios tan exóticos como la timidez, la tristeza, la ansiedad, la sexualidad, la vejez y la calvicie, transformándolos de hechos fisiológicos en campos patológicos.
Leemos en una carta escrita en Sudáfrica por una mujer boer a finales de la década de los 30: “Tengo miedo del hospital y del doctor. No dejo que me toque o me desnude. Nuestra anciana sabia no hace eso, sino que nos trata adecuadamente y con respeto”.
Para el cirujano inicialmente el parto es un territorio minado por lo que sólo es llamado en aquellas situaciones de gran dificultad y peligro. Con el avance de la anestesia, la antisepsia y el instrumental, el parto se transforma en una práctica quirúrgica común. Esta colonización masculina de un territorio, en forma previa exclusivamente femenino, es más veloz en los países anglosajones.

Los niños aparecen muy tardíamente como pacientes en la escena médica. Habitualmente eran tratados en sus casas por sus madres.
Los niños y mujeres son una especie de “aliens” para los médicos, por lo misterioso de sus enfermedades específicas.
Los niños, especialmente por su incapacidad de explicar sus síntomas, tienen muchas posibilidades de un diagnóstico erróneo.
La alta mortalidad infantil exige una cuidadosa selección de pacientes por parte del médico para no manchar su reputación.
Para evitar que el niño se asustara era sostenido por su madre.
En este encuentro de a tres, la madre actuaba como un mediador entre el paciente y su médico.

Como en toda situación en que el conocimiento de la medicina parecía deficiente, en la habitación del enfermo un poder adicional invisible hacía notar su presencia: el de la religión y el de la creencia en un gran médico celestial. Aún hoy en día es común que los familiares de un paciente encomienden las manos del cirujano a Dios.
Tradicionalmente los pacientes de muchas culturas ofrecían más oportunidades a la curación religiosa que a la médica.
De allí la notable presencia de monjas enfermeras. De allí también la recomendación de “elegir un médico que le tema a Dios y que agregue como medicina el rezo y la oración”. Esto ejemplifica la poderosa creencia existente en la relación simbólica entre la salud y el rezo.
Hasta el incontenible avance de los progresos científicos de fines del siglo XIX, resistió la idea de la enfermedad como castigo por los pecados y de la salud como obra divina.
Durante el siglo XIX el médico heredó en muchas culturas el manto clerical.
Lamentablemente el apoyo psicológico obtenido del sacerdote fue reemplazado, en el médico, por su status social, su ritual profesional y la mística de su lenguaje técnico.

Los efectos de la profesionalización y de la institucionalización de la medicina, a fines del siglo XIX, se hicieron sentir con fuerza en los pacientes: “Mientras estuve internado me sentí como un mueble, incapaz de juicio”. Este comentario nos muestra con claridad la reducción del paciente a un mero objeto médico.
En el hospital moderno el discurso del paciente es silenciado.
En la historia clínica las mediciones tecnológicas “objetivas” y la narrativa médica reemplazaron al testimonio subjetivo del paciente.
La mirada médica se focaliza en los síntomas físicos. Pero la persistencia del interrogatorio indica que la historia del paciente continúa siendo parcialmente escuchada.
De todas maneras es evidente que la descripción del paciente y la interpretación del médico siguen narrativas muy diferentes.
El resultado de estos patrones diferentes de comunicación es que frecuentemente el paciente no comprende cómo su enfermedad es interpretada por sus médicos.

Durante el siglo XIX los cirujanos suelen ser llamados mediante analogías bastante “directas”: cuchilleros, corta huesos y llena tumbas. Es una conducta totalmente racional entonces que los pacientes se resistan a un procedimiento quirúrgico. Ya que la cirugía, hasta el descubrimiento de la anestesia, la antisepsia y las transfusiones, es sinónimo de dolor, infección y shock (o lo que es lo mismo de la muerte).

La utilidad del Hospital para los pacientes pobres supera a sus desventajas: convertirse en “objeto” (lamentablemente no en el sujeto) de investigación y en un espectáculo didáctico para la formación de los nuevos médicos.

Los avances científicos van trasladando el énfasis de los pacientes desde sólo no morir a una buena calidad de supervivencia.
Mientras en el siglo XVII la preocupación se centraba en una “buena muerte”, ya durante la Ilustración se traslada a cómo estar bien.
Es interesante destacar que el foco del paciente difiere en forma transcultural. Mientras los franceses se preocupaban por su hígado, los alemanes centraban su atención en el buen funcionamiento de su corazón.

Con el transcurrir de los siglos se consolidan dos modelos de intervención médica: mientras la práctica privada se centra en el enfermo, la medicina hospitalaria apunta a la enfermedad.
La factura del médico delinea esta doble relación paradojal: la “empresarial” y la clínica.
Desde siempre ha existido en el paciente la ansiedad financiera planteada por el costo del tratamiento médico. Desde siempre también los pacientes han notado el lado económico de esta relación.
No era inusual que los pacientes protestaran por las facturas médicas. Ciertos enfermos se veían obligados a pagar en especies.
En Estados Unidos, durante la gran depresión en la década del 30, en muchos lugares no existía la atención médica porque simplemente no había dinero para pagarla.
La atención médica gratuita (o por sistemas de reaseguro médico) se caracteriza por una rápida revisión. Este escaso tiempo de dedicación es lamentablemente una particularidad de la medicina para pobres.
Muchas veces los pacientes acordaban pagar en función de los resultados. Tampoco era infrecuente que el médico cobrara en función del peligro que constituía la enfermedad para la vida del paciente.
Es por esto que ante una factura médica abultada el paciente preguntara: “¿Tan cerca estuve de la muerte?”.

Un factor “filtro” que siempre ha impedido la satisfacción plena de los pacientes ha sido un lenguaje médico imposible de comprender por el lego.
Debemos insistir en que los pacientes necesitan “desesperadamente” creer en sus médicos ya que la “esperanza” es un importantísimo factor de resiliencia en los enfermos y debido a que la “desesperanza” es mucho más poderosa aún.
Siempre ha existido entre los pacientes la inquietante sospecha de que la competencia de sus médicos no era mucha. Es por esto que desde los inicios del periodo moderno la literatura se llenó de ironías en la pluma de múltiples autores como Oscar Wilde y Bernard Shaw.
Así afirmaciones acerca de que el tratamiento era peor que la enfermedad o que curaba a la enfermedad pero mataba al enfermo, no eran infrecuentes.
Un claro ejemplo del escepticismo histórico acerca del poder curativo de los médicos lo podemos encontrar en la advertencia de Alexander Cooper, un cirujano de finales del siglo XIX: “¡NO tomaré más medicamentos!”.
¿Por qué los médicos somos malos pacientes? ¡Tal vez porque conocemos demasiado bien las dudas de nuestros colegas!
Por este motivo nos solemos resistir a someternos a tratamientos dolorosos, dudosamente efectivos o hasta inútiles.

Concluyendo hemos intentado hacer un sobrevuelo histórico sobre la medicina poniéndonos en los zapatos de los pacientes.
La relación médico – paciente ha pasado por diferentes interpretaciones.
Una en la que el médico tenía un rol activo y el paciente uno pasivo. Luego una en la que el doctor lideraba y el paciente obedecía y admiraba.
A partir del siglo XX se comienza a plantear una relación en la que el paciente y el médico exigían una participación mutua e interdependiente.
Todos aquellos que hemos recorrido consultorios, salas de internación y quirófanos sabemos que este tipo de relación solo existe, en la actualidad, en la isla de Utopía.
En esta relación la experiencia del médico (el médico como “experto”) es balanceada, o no, por la clase social, la nacionalidad, el sexo, la edad, los ingresos económicos y el status social del paciente en la distribución del poder económico, social y clínico.
Por todos estos factores en juego, esta distribución es poderosamente influenciada en función de si el paciente es patrón, participante o meramente objeto de la atención médica.
Si el paciente es meramente el objeto de la atención médica claramente no tiene ningún poder sobre su destino, como lamentablemente muchas veces todavía sucede en el siglo XXI.

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