- ¡Que el jurado considere su veredicto! Ordenó el Rey, por centésima vez aquel día.
- ¡No! ¡No! Protestó la Reina. - Primero la sentencia... El veredicto después.
Las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas. Lewis Carroll
La evaluación es un “juego de negociación” con “armas desiguales”. Para comprender sus aspectos técnicos y metodológicos es legítimo tratar la evaluación como una “medida”. Se trata, en realidad, de una operación intelectual que intenta situar a un individuo en un universo de atributos cuantitativos y cualitativos. En este sentido depende de la epistemología y de la metodología de la medida. Lo que no debería hacernos olvidar que la evaluación siempre es mucho más que una medida. Es una representación construida por alguien, del valor intelectual del otro. Por consiguiente, se inscribe en una relación social específica que conecta a un evaluador con un evaluado. Decir que la evaluación se inscribe en una relación social es una manera de decir que la evaluación debe concebirse como un juego estratégico entre actores que poseen intereses distintos e incluso opuestos.
La evaluación formativa, en vez de estar al servicio de una medición obsesiva de la excelencia, debe estar al servicio de la regulación de los aprendizajes. Si no contribuye a la regulación de los aprendizajes no es formativa. Por lo tanto se puede considerar como evaluación formativa a toda práctica de evaluación continua que pretenda contribuir a mejorar los aprendizajes en curso.
Debemos evitar la ilusión de que formamos en los alumnos competencias transferibles a situaciones que no se han encontrado y ejercitado en el aula. Además las tareas estereotipadas aumentan la dificultad de la transferencia del conocimiento en el alumno.
Para aumentar el grado de transferencia de conocimientos áulicos a situaciones no familiares debemos desarrollar una simulación del examen mediante situaciones de la vida real.
Enseñar es esforzarse por orientar el proceso de aprendizaje hacia el dominio del currículo definido, lo que no sucede sin un mínimo de regulación de los procesos de aprendizaje en el transcurso de la cursada. Esta regulación pasa por intervenciones correctoras basadas sobre una apreciación del progreso de los alumnos. ¿Qué es esto sino una forma de evaluación formativa?
La gestión del contrato didáctico exige un reajuste permanente de los contenidos y los ritmos de la enseñanza en función del trabajo y el nivel de los alumnos. No se puede mantener una cursada sin tales regulaciones. Una evaluación puede denominarse formativa si guía el ajuste del currículo real al nivel y el ritmo del trabajo en clase.
La enseñanza es una acción parcialmente concluida. Sus características exigen que se tome muy en serio esta característica y que en consecuencia se pregunte cómo controla el docente al final del trayecto si ha alcanzado los objetivos que se fijó y qué medios utiliza durante el trayecto para verificar el progreso de los aprendizajes y para “verificar el tiro”.
La evaluación formativa nos permite estudiar la distancia entre lo que se quiere hacer y lo que realmente se hace.
La evaluación formativa sería una regulación intencional cuya mirada sería estimar el camino ya recorrido por cada alumno y, simultáneamente, el que resta por recorrer, a los fines de intervenir para optimizar los procesos de aprendizaje en curso.
“Más vale prevenir que curar”.
Históricamente la idea de evaluación formativa se ha desarrollado dentro de una lógica de a posteriori. Debemos “resecar” la idea de remediar y sus connotaciones ortopédicas o curativas, considerando que la evaluación formativa forma parte de las regulaciones del aprendizaje.
Los modos de remediar los problemas de aprendizaje siguen estando en el orden de la reacción, de la retroacción al cabo de una o varias secuencias de aprendizaje.
Frente a esto se pueden plantear las regulaciones interactivas que sobrevienen a lo largo de todo el proceso de aprendizaje y las regulaciones preactivas que sobrevienen en el momento de comprometer al alumno en una situación didáctica nueva.
Es importante concebir a la didáctica como un dispositivo de regulación que rompe con una distinción clásica entre un momento de enseñanza y uno de regulación.
En un primer momento el docente pone a trabajar a los alumnos sobre la base de una hipótesis didáctica “optimista”. En un segundo momento el docente se aplica a corregir y diferenciar esa primera acción interviniendo en los alumnos en dificultades.
Indudablemente esta disociación conviene en algunas acciones técnicas basadas en una ciencia de referencia sólida y formalizada. Cuando se lanza un cohete, puede calcularse lo esencial de la trayectoria. Entonces, el cálculo funciona como una regulación anticipada.
La pedagogía aspira a ese modelo. Todo docente desearía creer que un proceso de enseñanza está “tan bien pensado” que anticipa los cuestionamientos del alumno, sus perplejidades, sus dudas, sus trayectorias, lo que debería permitir economizar cualquier regulación durante el curso del aprendizaje.
Además el discurso didáctico aún se coloca en el mundo de ficción en el que los alumnos quieren aprender, dominan los prerrequisitos necesarios y no oponen resistencia al genio del método.
Pero la realidad nos muestra otro fenómeno: la impotencia de las pedagogías para engendrar aprendizajes en la mayoría de los alumnos, ¡por lo menos en el momento en el que se imparte!
Por lo tanto no debe dejarse de lado lo esencial: el éxito de los aprendizajes se juega en la regulación continua y la corrección de los errores, más que en el genio del método.
Desde esta perspectiva la regulación no es un momento específico de la acción pedagógica sino un componente permanente.
Sólo cuando aseguramos que el alumno aprende podemos hablar de evaluación formativa. Esta interpretación refuerza que la evaluación en el desarrollo del currículo es una ocasión más de aprendizaje y no una interrupción del mismo ni un rendir de cuentas mecánico y rutinario de y sobre la información recibida y acumulada previamente.
El alumno debe aprender con ella y a través de ella merced a la información crítica y relevante que el docente, cuando evalúa, debe ofrecer al alumno con el ánimo de mejorar el propio trabajo o con la intención de mejorar el proceso educativo.
En esta función esencial, el ejercicio de la evaluación debe ser, ante todo, una garantía de éxito, no confirmación de un fracaso.
También debe ser un apoyo y un refuerzo en el proceso de aprendizaje, y que no sólo será beneficioso para quien aprende, sino que también lo será para quien enseña.
No hay nada malo en equivocarse. Lo malo está en nuestra reticencia a reexaminar nuestras creencias.
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